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Viernes Santo: Dios nos ha amado en verdad

Ezequiel Mir

La liturgia del Viernes Santo invita a los cristianos a leer la Pasión de Jesucristo en el Evangelio según san Juan. Todo su evangelio converge en este momento culminante: Cristo ha venido para llegar a esta hora, para dar su vida por amor.

Esta vez, su hora ha llegado: es el tiempo de pasar de este mundo al Padre. Todo se cumplirá, y en el corazón de esta Pasión se produce el sorprendente intercambio entre Jesús y Pilato. Jesús le dice: «Para eso he nacido, para eso he venido al mundo, para atestiguar la verdad. Quien está por la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37). Entonces, Pilato le responde: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38). Jesús no responde. ¿Por qué? Porque él, que es la Palabra, no necesita hablar de ello. Con su silencio y su presencia como condenado, él mismo es la respuesta. Pilato tiene delante la verdad del hombre, una verdad que no es eufórica ni superficial. En este preciso momento, Jesús nos revela el sentido más profundo de nuestra existencia.

Ante ciertos retratos de Cristo martirizado, podemos pensar que esas imágenes son espejos. Pilato, sin saberlo, lo expresa perfectamente al presentar al pueblo a un Jesús azotado y coronado de espinas: «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19,5). La verdad del hombre se manifiesta en su fragilidad.

En nuestra sociedad, especialmente en Europa, estamos obsesionados con la apariencia. Vivimos en una cultura epidérmica, en la que es necesario mantenerse joven o, al menos, parecerlo. Pero este afán por la imagen alimenta una gran mentira. Esta no es la verdad de nuestras vidas. Jesús, el verdadero Camino que nos conduce a la Vida, asumió plenamente nuestra condición humana, incluyendo la finitud y la soledad de la muerte. No fingió. Entró en el silencio de la muerte y se unió a nosotros en lo más profundo de nuestros interrogantes, de nuestros ¿por qué? Cuando llega el momento de la absoluta incomprensión, cuando nos enfrentamos no tanto a un problema, sino a un misterio, solo nos queda clamar: Dios mío, ¿por qué?

El Sábado Santo nos introduce en este gran silencio: el silencio de Cristo muerto, el silencio ante el sufrimiento de los inocentes, el silencio de la desesperanza. ¿Quién no ha experimentado este silencio?

Lo que puede conmovernos ante la cruz de Jesús es el reconocimiento de que el camino que él eligió es el de un amor verdadero y fiel. Nos amó hasta el extremo. No podemos vivir sin amor; sin amor, no somos nada. El amor da sentido a la vida e incluso a la muerte.

Esto queda expresado de manera magistral en la parábola del Buen Pastor: «Cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas y ellas detrás de él, porque reconocen su voz» (Jn 10,4). Solo aquellos que son de la verdad escuchan su voz (Jn 18,37). Reconozcamos esta voz silenciosa del amor y dispongámonos a seguir a este Pastor crucificado. Es un bello resumen de toda la misión de Cristo: Él camina al frente, «el primogénito de muchos hermanos» (Rm 8,29). Y él mismo lo anunció: «Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mi» (Jn 12,32). Solo el amor es digno de fe.

No fue el sufrimiento de Cristo lo que nos salvó, sino el amor que se manifiesta en la cruz. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13). Al venerar la Cruz de Cristo, adoramos su amor. Esto lo afirmamos en el corazón de la liturgia eucarística, cuando celebramos su pasión, muerte y resurrección. La Pasión de Cristo no se reduce al momento de la crucifixión, sino que comprende toda su vida apasionada por el amor. En el evangelio de Juan, la hora de Jesús sintetiza y consuma toda su misión. En la Cruz, él entrega su Espíritu al mundo, y de su costado traspasado brotan el agua y la sangre, que alimentan a la Iglesia.

No debemos tener miedo de mirar nuestras cruces a la luz de la Cruz de Cristo. En ella encontramos caminos de esperanza: «en ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz» (Sal 36,10). La Iglesia atraviesa tiempos de transformación y, a menudo, algunos se preguntan si sigue siendo la Iglesia de Nuestro Señor. Los criterios de discernimiento son claros: su capacidad de adoración y su presencia entre los más pequeños. Como nos enseñó Jesús, nunca debemos separar una cosa de la otra. Seguirle es siempre un camino de sacrificio: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí, cargue con su cruz y sígame» (Mc 8,34).

Este Viernes Santo, al pie de la Cruz de Jesús, nos recogemos en silencio, compartimos el dolor del mundo y nos unimos a todos los inocentes que sufren y mueren. Quizás están cerca de nosotros. No hacen falta palabras, solo la presencia sincera y la oración confiada. Jesús no vino a explicar el sufrimiento, sino a darle sentido, abrazándolo con todo su amor. ¡Que este misterio haga brotar de nosotros un inmenso torrente de ternura! Dios sabe que nuestro mundo, ahora más que nunca, la necesita.
 

 

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