Palabras de consuelo en la muerte de un ser querido
La pandemia que sufrimos ha puesto de manifiesto, de una manera diáfana, nuestra vulnerabilidad. Hay múltiples epifanías de vulnerabilidad, pero la muerte es la más trágica, la más expresiva.
Somos vulnerables. Estamos expuestos a todo tipo de inclemencias, tenemos la piel fina y nos herimos.
La vulnerabilidad se manifiesta de múltiples maneras, en la enfermedad, en la fatiga, en el dolor, en la decrepitud pero, particularmente, en la muerte. También hay, pero, epifanías de la vulnerabilidad que no habíamos previsto en el decurso de la vida y que chocan, frontalmente, contra nuestras expectativas como la desgracias, la ruina o el fracaso.
Dice Job (30, 26 -27): “Yo esperaba el bien, y ha venido el mal; contaba con la luz, y ha venido la oscuridad; y mis entrañas hierven sin parar, se me han presentado los días de miseria”
Somos, queramos o no, heridos por la vida. Hay heridas tangibles que dejan marca en la piel, pero las hay de intangibles que dibujan cicatrices en el alma.
Cada herida, como dice el poeta, muestra la pérdida de una rama. Vivir es perder, dejar atrás, despedirse, pero también es ganar, empezar, saludar. Con todo, lo que deja heridas es perder.
La muerte de los seres queridos nos hiere. Es la peor pérdida que podemos experimentar. Alguien único e irrepetible se ha ido por siempre más y ha dejado un vacío inmenso. No es un vacío físico; es emocional. Este vacío no se puede llenar con ningún objeto, ni con ninguna persona.
No podemos prever lo que nos depara el futuro. Vivimos suspendidos en un hilo de incertidumbre, pero lo que sabemos, con certeza, es que somos vulnerables y que hemos de cuidar del alma y del cuerpo para que no se estropeen.
Podemos ser heridos en sentido pasivo, pero también podemos herir a los otros en sentido activo. Tomar consciencia es básico en el arte de consolar, porque nos exige ser extremamente cautelosos con lo que hacemos y decimos.
Tengamos cuidado con lo que decimos y lo que dejamos de decir, de lo que hacemos y dejamos de hacer, de cada uno de nuestros movimientos, para que las almas heridas no experimenten más dolor del que ya sienten. Vivir cuidadosamente para no herir a los demás, es un signo de empatía.
Hay heridas que queman mucho tiempo, pero las hay que abren los ojos y nos permiten ver claro, de un vistazo, la densidad de la vida y el lugar que ocupamos en el cosmos. Estas heridas nos hacen un poco menos ignorantes y arrogantes.
La muerte de un ser querido, nos hiere. Las heridas que traza en la piel del alma son diversas y es difícil representarlas en un mapa conceptual, porque están enredadas con un racimo de cerezas. No es posible separar una y dejarla al margen sin arrastrar tres más.
Cuando muere un ser querido irrumpe una tempestad de emociones tóxicas. Emerge la culpa, la rabia, la tristeza, también la impotencia, la sensación de indiferencia, y, muy a menudo, el sentimiento de soledad y desasosiego.
En este pequeño libro, escrito desde el corazón, vamos conociendo, poco a poco, este vasto territorio.