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La religión, entre la sumisión y la resistencia

Hoy en día, vivimos en una sociedad saturada de sufrimiento visual: en las noticias, series, películas... Como explicaba Gilles Lipovetsky en La era del vacío (1989), esta saturación de catástrofes, guerras y crueldades, violencia doméstica y agresiones sexuales, genera en nosotros una insensibilidad hedonista. El endurecimiento de nuestro corazón proviene de una sobrecarga de sufrimiento y violencia que provoca una total indiferencia hacia todo aquello que podría suponer una amenaza para nuestros privilegios, como los refugiados o los migrantes que mueren al intentar llegar a nuestras costas. Al mismo tiempo, vivimos asediados por miles de estímulos que filtran nuestra percepción de la realidad, lo que se ha llamado "burbujas de filtros", colocando nuestra satisfacción en millones de inputs que nos entretienen y nos mantienen conectados en red. Son estímulos placenteros que nos atrapan, impidiéndonos encontrarnos con nosotros mismos, pensar en quiénes somos y qué podemos lograr en esta vida, pero sobre todo, compartir tiempo con nuestro prójimo, con nuestros hermanos y hermanas.

Como cristianos, someternos a esta sociedad filtrada por las redes sociales puede llevarnos a un cierre retrógrado lleno de prejuicios hacia la realidad de las personas que nos rodean. El rearme ideológico es un peligro que acecha a la Iglesia, lo que Zygmunt Bauman describió como "retrotopía" en un ensayo póstumo (Retrotopía, 2017). Para Bauman, cuando se pierde la fe en la idea de construir una vida alternativa para el futuro, se tiende a volver a las grandes ideas del pasado que habían sido abandonadas, cayendo en la nostalgia de un pasado que se percibe como más seguro. Mediatizada por los extremismos que se inflaman en las redes, la vida cristiana corre el riesgo de convertirse en una propuesta pesimista, decaída y negativa. Pero Jesús no vino a condenar al mundo, sino a salvarlo (Jn 12,47). Por eso, es necesario resistir a las seducciones del fundamentalismo religioso, a una Iglesia a la defensiva o en constante guerra con el mundo, obsesionada con el pecado del mundo y con un pasado que no volverá.

En la vida cristiana, esta resistencia exige una determinada ascesis espiritual. La ascesis cristiana es la renuncia a ciertas cosas del mundo (corporales y espirituales) que nos dañan porque reducen nuestra libertad y nuestra capacidad de amar. En la sociedad de la hiperconectividad, la vida cristiana necesita de esta ascesis de estímulos si queremos reconectar con nosotros mismos y encontrar a Dios presente en el prójimo. Cuidarse implica renunciar a la hiperestimulación y centrarse en lo importante de nuestra vida. Resistir es concentrarse en lo esencial para ser feliz, lo único que realmente puede aportarnos esperanza: las relaciones personales directas que requieren nuestro cuidado. Como Jesús, que en la cruz contempla a su madre y se preocupa de quién la cuidará (Jn 19,25-27). Resistir hoy implica volverse contemplativos, aprender a escuchar y acoger el gesto del otro, de Dios. Como Jesús cuando acoge a aquella mujer pecadora que llora a sus pies. Ante el escándalo de quienes lo habían invitado, Jesús contempla aquel gesto de sufrimiento y descubre en él la fuerza del amor; por eso le dice al dueño de la casa que esa mujer sabe acoger, amar y cuidar mejor que cualquiera de los presentes que lo criticaban por dejarse tocar por una pecadora (Lc 7,36-50).

Resistir también a un mundo donde todo se valora y se compra con dinero, donde las nuevas formas de vínculo social son todas de pago, como las redes móviles, aplicaciones de citas, gimnasios, centros comerciales, cursos espirituales... Cuidar implica abrir un espacio de gratuidad. La gratuidad del gesto de escuchar, de acoger, de perdonar, de compartir lo que somos más allá de lo que tenemos. Resistir al consumo continuo que destruye el medio ambiente, recrear un estilo de vida sobrio y equilibrado con nuestro entorno y solidario con quienes pagan con su vida nuestra sociedad de la opulencia. Resistir es, en definitiva, hacer presente el Reino de Dios, que "no consiste en comida o bebida, sino en justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14,17).

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