La fiesta de Pentecostés
Cada año, durante el tiempo de Pascua, la liturgia nos hace el regalo de escuchar de nuevo el relato de los Hechos de los Apóstoles, y así de ser testigos de la eclosión de la Iglesia, de este tiempo del Espíritu.
Jesús tuvo que desaparecer de los ojos de sus discípulos para que descubrieran que la fuerza que traía este hombre, la fuerza de curación, de comunión y de amor, les fue dada, a pesar de sus miedos, sus dificultades para creer, su pecado. Pero Jesús se lo había anunciado: «Sí, me voy, pero recibiréis una fuerza, la del Espíritu Santo».
Cumple así su misión, el sueño más «loco» del Padre: compartir su vida con nosotros. «Porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». ¡TODO! Jesús nos lo da todo... ¡Es tan difícil darnos cuenta! El Espíritu nos hace entrar en la vida misma de Dios, en esta comunión de amor que une al Padre y al Hijo.
El Espíritu nos asocia con la misma misión de Jesús. A partir de ahora, nuestros destinos están ligados: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Están todos allí en la sala, esperando el cumplimiento de la promesa. Desde la primera llamada a orillas del lago, siguieron a Jesús, aprendiendo a conocerle y amarle. Su vida cambia de nuevo en el Gólgota: una parte de ellos muere con Jesús. Cerrados en su dolor, no reconocen el Resucitado que se revela mostrando sus heridas. «La paz con vosotros». ¿Qué es esta paz ofrecida sino la efusión del Espíritu? El Espíritu que les hace nacer a una vida nueva.
Tres señales acompañan la efusión del Espíritu:
- El viento que viene a sacudirlo todo. Nos recuerda el aliento que se cernía sobre el caos primordial antes de que la palabra surgiera y diera vida. Pero también el último aliento de Jesús en la cruz: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu». Caos, muerte... Y, sin embargo,
todo comienza. A condición de dejarse sacudir, empujar, mover por el Espíritu, a veces una ráfaga de viento violenta, a veces un aliento tan tenue que es difícil reconocerlo.
- El fuego. Estos hombres están abrasados por la presencia divina. Me recuerda a ese anciano monje al que pregunté lo que era la oración para él. Golpeándose el pecho, me dijo sencillamente: «¡Quema aquí!». Como la zarza en el desierto que ardía pero no se consumía, estamos llamados a dejarnos abrasar por el fuego del Espíritu.
- Cada uno hablaba según el don del Espíritu. El Evangelio llega a cada persona en la singularidad de su vida. Cada uno debe escuchar y acoger al Espíritu en su lengua. El Espíritu se ofrece a todos, sin excepción. No hay pueblo de puros, separado del resto de los hombres, como tampoco hay una élite en la Iglesia que tendría una mayor participación en el Espíritu. Tampoco existe una lengua sagrada. ¡La lengua del Espíritu no es ni el griego ni el latín! Es el lenguaje del amor, del servicio, de la comunión fraterna, del impulso que nos empuja hacia el otro para compartir el gozo de creer. Y ese lenguaje es universal. Cada uno puede entenderlo en su lengua.
Oración:
Espíritu Santo, aliento de Amor, permítenos respirar ese Amor.
Que el fuego de tu Amor queme en nosotros todo lo que no viene de Dios.
Purifícanos. Danos la libertad de los niños. Danos un corazón sencillo lleno de bondad.
Condúcenos cada vez más hacia la pureza del Amor.
Que nuestros hermanos reconozcan a través nuestro que Tú, Dios Trinidad, los amas.
Que Dios nos dé la gracia de decir sí a la vida, a la paz, al perdón.