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Homilía de Pascua

“¿Por qué buscáis entre los muertos a aquel que vive? No está, aquí; ha resucitado”. Estas son las palabras que los hombres, con trajes resplandecientes, anunciaron a las mujeres en el sepulcro, y hoy nos lo dicen también a nosotros.

Del fuego bendito se enciende el cirio Pasqual, símbolo de quien es la luz y que la oscuridad no ha podido ahogar. El amor sin límites de Dios, como el fuego de la encina del Éxodo, que quemaba sin consumir, enciende en nuestros corazones la alegría y la esperanza de que la vida ha vencido la muerte.

Como dicen las lecturas del velatorio pascual..., la última palabra de la vida no la tiene la muerte, la nada, sino el amor creador de Dios, que de la nada y del caos hace surgir la creación; que nos libera de la esclavitud y nos lleva a la tierra prometida, que nos ama con un amor eterno. Él nos da hoy un corazón nuevo y un espíritu nuevo, convirtiendo nuestro corazón de piedra en uno de carne.

De manera natural, instintiva, tendemos a ver nuestro pasar por la vida de este modo: nuestra infancia es como la mañana, después con la adolescencia viene la joya de la aurora, en la juventud la salida del sol, en la madurez la gloria del mediodía, y después cuando somos mayores viene el declinar del día y la sombra, la tristeza del crepúsculo y finalmente, la tragedia física y el terror de las tinieblas y la nada. De este modo nuestra vida solo puede ser comprendida como una existencia precedida por la nada y que acaba en el nada. Como si la vida fuera una gran autopista donde los coches van a toda velocidad, corren para precipitarse, al final, en un barranco.

Pero para Dios, y para el creyente, el día se cuenta a la inversa. El día de Dios empieza en el anochecer, en la oscruridad nocturna, cuando todavía no teníamos fe y no habíamos aprendido a querer, y se mueve hacia la mañana, hacia el alba, hacia la luz, hacia el flamear de la encina ardiente que es el amor de Dios, el amor sin límites, el sol del mediodía, que nos acoge al final de nuestra vida.

Decimos que morimos un poco cada día, que nuestras frustraciones, nuestras separaciones de los seres queridos, la aceptación de nuestras debilidades físicas y psíquicas, son ya pequeñas muertes que tenemos que aprender a afrontar, para morir del todo, sin amargura ni resentimiento. Pero, ¿y si cada pequeña muerte fuera ya un pequeño nacimiento? Las dificultades de la vida son dolorosas pero también nos hacen madurar; si las aceptamos, abandonados a la misericordia de Dios, cambian nuestro corazón de piedra en uno de carne.

Vemos menguado nuestro Ego, nuestra voluntad, nuestra autosuficiencia, pero a la vez somos testigos de que surge en nosotros un yo más profundo, un yo más en comunión con Dios y con los hermanos. ¿Y si cada pequeña muerte, fuera un aprendizaje a nacer en Dios? Solo hay que mirar las cosas desde los ojos de Dios para que la esperanza crezca en nuestros corazones como una rosa que se abre temerosa con las gotas del rocío.

En el Evangelio de Lucas, las mujeres, sobrecogidas por la visión de aquellos ángeles vestidos de blanco, no fueron creídas. También nosotros podemos acomplejarnos ante una sociedad mayoritariamente indiferente a la Buena Nueva del Evangelio... a veces no nos atrevemos a anunciar abiertamente la resurrección (nos podrían tomar por locos, por inocentes, por ingenuos). Pero si nos lo creemos de verdad, lo diremos cuando haga falta con palabras y obras. Como lo hicieron las mujeres del Evangelio. Somos testigos de manera explícita cuando celebramos la eucaristía, que es el memorial de la muerte y de la resurrección del Señor.

A comienzos del cristianismo, la misa se denominaba la “la fracción del pan”, pero después adoptó el nombre de eucaristía que quiere decir acción de gracias. El día de Pascua celebramos el triunfo del amor sobre el mal y el odio, el triunfo de la vida sobre la muerte, la confirmación de que Dios está a favor de todas las víctimas, las de hoy y las de siempre, es un buen día para dar gracias. Gracias por la vida, gracias por el don de la fe, por las ayudas que hemos recibido de Dios, por las ayudas que hemos recibido de los otros, gracias por la comunidad, gracias por nuestros amigos. Una antigua tradición dice que Jesús resucitado antes de aparecerse a sus discípulos, se apareció a Maria, su madre, discípula por excelencia, que fue fiel a Jesús al pie de la cruz. Que ella ruegue siempre por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte, o mejor dicho, ahora y en la hora de nuestro mayor nacimiento en Dios

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