Es Pascua
Una mezcla de miedo e ilusión se masticaba aquella noche en las casas de los esclavos. Habían sufrido el endurecimiento de las medidas de su cautiverio, tenían noticias de las tensiones y discusiones de Moisés con el faraón para conseguir una salida de tres días al desierto. Tenían motivos para confiar en el poder de Dios que había desplegado nueve plagas ante sus ojos; nueve plagas que habían golpeado a la corte egipcia y a su pueblo, dejando intactos a los esclavos. Pero aquella noche, aquella noche... la tensión se había hecho máxima: después de la última amenaza, el faraón no sólo les permitiría salir tres días al desierto, sino que los expulsaría para siempre del país.
Las consignas eran claras: sacrificar el cordero o el cabrito, marcar la puerta de la casa, y consumirlo completamente, con las hierbas y el pan sin levadura. Comerlo de pie, comerlo con prisa, comerlo con amigos, comerlo a punto para la partida: vestido, bastón y sandalias. A medianoche se desencadenó la última plaga, la muerte de los primogénitos de Egipto desató final y definitivamente la tan solicitada salida. No fue un permiso, fue una expulsión. El pueblo mismo los empujaba. Y todavía de noche, salieron. Dios mismo les guiaba y acamparon junto al mar.
Pero el sistema opresor no estaba dispuesto a perder su mano de obra esclavizada. Incluso después de haber sufrido todas las plagas, inició la persecución de los seiscientos mil esclavos con tota la fuerza de su ejército permanente: carros, caballos y guerreros.
¿Qué podía hacer un grupo de esclavos fugitivos? se encontraban acorralados al borde del mar, al borde de la muerte, amenazados por el ejército más poderoso de la tierra.
En una noche de primavera, una noche inmensa, el Señor abrió un camino seco en el mar para facilitar la huida de los esclavos. Aquella noche inacabable, entró en el lecho del mar una multitud de fugitivos y salió un pueblo. Aquella noche de primavera, el único combate por los esclavos lo libró su compasivo y comprometido Dios: sembró la confusión en el ejército enemigo, encalló sus ruedas. De madrugada, las aguas volvieron a su cauce y vieron a los egipcios muertos en la playa.
Es la Pascua. El Dios que oye el clamor del pueblo oprimido, decidido a liberarlo, pasa a la acción. Dios pasa por la vida de las víctimas, de todas aquellas que se encuentran amenazadas y acorraladas al borde de la noche, intimidadas al borde de la violencia, de la angustia, al borde de la muerte. Dios pasa por la vida de las víctimas como pasó por la tumba de Jesús, su mesías, ejecutado por las autoridades civiles y religiosas como un peligro para la religión y la estabilidad del Estado. Con él había sido sepultada la esperanza del Reino de Dios a la cual había consagrado su pasión de profeta. Pero Dios declaró el sí a su mesías: a su vida, a su acción y a su pretensión.
Celebrar la Pascua hoy no es decir “Jesús vive”, sino mucho más que eso. Es aceptar que Jesús tenía razón, que Dios es el Abbà dispuesto a abrir un futuro a quien no lo tiene, que su propuesta de vida es el camino de dios para la plenitud de todas y todos.