Adviento, tiempo para renovar la esperanza, para afinar los sentidos
El Adviento llama a nuestra puerta y hace voltear nuestra mirada hacia promesas antiguas:
“Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz, el tigre descansará al lado del cabrito, el becerro y el león crecerán juntos y se dejarán guiar por un niño pequeño. La vaca y la osa serán amigas, y juntas descansarán sus crías. El león comerá hierba, como el buey. El niño jugará en el escondrijo de la cobra y meterá la mano en el nido de la víbora. En todo mi monte santo no habrá quien haga ningún daño, porque así como el agua llena el mar, así el conocimiento del Señor llenará todo el país” (Is 11, 6-9).
“El Señor te dará lluvia para la semilla que siembres en la tierra, y la tierra producirá trigo abundante y fértil. Aquel día tu ganado tendrá lugar en abundancia para pastar.” (Is 30, 23).
“En el monte Sión, el Señor todopoderoso preparará para todas las naciones un banquete con ricos manjares y vinos añejos, con deliciosas comidas y los más puros vinos. En este monte destruirá el Señor el velo que cubría a todos los pueblos, el manto que envolvía a todas las naciones. El Señor destruirá la muerte para siempre, secará las lágrimas de los ojos de todos y hará desaparecer en toda la tierra la deshonra de su pueblo. El Señor lo ha dicho” (Is 25, 6-8).
Promesas antiguas pero que resultan más actuales que nunca en nuestros días, atravesados por tanta violencia ejercida, sufrida, olvidada, silenciada... por todas partes. La dureza de los bombardeos en Palestina, el conflicto en Ucrania y tantos otros lugares, la violencia silenciada de tantos abusos, de tantas situaciones de injusticia flagrante... Los gemidos de la tierra agotada y explotada: el terremoto en Marruecos, las inundaciones en Libia, la sequía que estamos sufriendo... Las promesas de Isaías no son un canto de sirenas para distraernos, sino, más bien, una voz profética que se levanta en medio del desastre para sostener la esperanza.
El Señor no es indiferente ante tanto sufrimiento y se quiere manifestar como Dios misericordioso y entrañable haciéndose próximo a nosotros, compartiendo nuestros anhelos de paz, justicia, verdad. Por todas partes resuena el clamor del Apocalipsis: “Ven”. Y el Señor responde: “Sí, vengo deprisa” (Ap 20, 20).
El Adviento es tiempo para renovar la esperanza en este Señor de la vida, que vino en Jesús de Nazaret, que viene continuamente a nosotros en la acción de su Espíritu sosteniendo e impulsando la vida por todas partes y que vendrá al final de los tiempos para enjugar toda lágrima... Y, por eso, hemos de afinar los sentidos: “Una voz grita: “Preparad al Señor un camino en el desierto, trazad para nuestro Dios una calzada recta en la región estéril” (Is 40, 3).
El Adviento nos mueve a afinar la mirada para percibir el paso del Señor entre nosotros, en tantos gestos de acogida, de humanidad... a escuchar con delicadeza tanto el gemido de los que sufren como las palabras alentadoras que sostienen la vida; a saborear los momentos de encuentro, de reconocimiento donde se hace patente la fraternidad y, por lo tanto, la filiación de un mismo Padre... a intuir la presencia del Espíritu allá donde se suscita la vida para todos y todas; a palpar como el Reino se hace presente desde dentro y desde bajo, que es donde se situó Jesús.
Disponer el corazón, afinar los sentidos, para percibir este Señor que se hace presente entre nosotros, es la mejor manera para preparar la celebración de la Navidad, de Dios-con-nosotros, cuando proclamaremos: “Porque nos ha nacido un niño, Dios nos ha dado un hijo, al cual se le ha concedido el poder de gobernar. Y le darán estos nombres: Admirable en sus planes, Dios invencible, Padre eterno, Príncipe de la paz” (Is 9, 6).