Tabor. El Dios oculto en la experiencia
«La vida espiritual es un éxodo constante que nos hace salir de nuestra tierra»
Josep Otón, doctor en Historia, catedrático de enseñanza secundaria y profesor en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona, nos regala un nuevo libro: Tabor. El Dios oculto en la experiencia (Ed. Sal Terrae). En esta ocasión, Otón nos invita a reflexionar sobre el sentido de la experiencia espiritual. Como nos explica el autor, «el Evangelio nos propone un encuentro con Jesús, es decir, vivir una experiencia personal. Este encuentro transforma íntimamente. Hoy quizás resulte más fácil hablar de esta experiencia espiritual que de planteamientos tan teóricos que cuesta traducir en la propia vida».
¿Corremos el riesgo de querer hacer tres tiendas y no bajar del Tabor?
¡Desde luego! El riesgo es un espiritualismo desencarnado, un experimentalismo narcisista, que convirtamos la religión en un bien de consumo que nos haga sentirnos bien. Un opio del pueblo, como diría Marx. Sí, a menudo queremos quedarnos en aquellos momentos de plenitud sin darnos cuenta de que son experiencias que nos deben hacer salir de nosotros mismos. La tentación es encerrarnos; en cambio, la espiritualidad nos impulsa a autotrascendernos. Las tres tiendas pueden ser la plasmación de esta tentación: apropiarnos del don gratuito que recibimos. Con demasiada facilidad queremos instalarnos en una especie de paraíso, cuando, de hecho, la vida espiritual es un éxodo constante que nos hace salir de nuestra tierra para madurar como personas.
Para hacer experiencia de Dios, ¿primero hemos de hacer experiencia de nosotros mismos?
Así es. Si la tierra no está preparada, el grano, por bueno que sea, no da fruto. Hay que vivir un proceso de autoconocimiento, de encarar las propias debilidades, para que nos demos cuenta de hasta qué punto llevamos un tesoro en vasijas de barro (2 Co 4,7). Los apóstoles al lado de Jesús se sentían fuertes. Vivían deslumbrados y fácilmente podían caer en la soberbia espiritual. Este camino conduce, tarde o temprano, a la frustración, al desencanto. Los resultados no responden a unas expectativas fantasiosas. Los discípulos necesitaban saber quiénes eran realmente para poder dejarse llevar por la fuerza del Espíritu. No es casual que precisamente los tres apóstoles del Tabor son los que después se duermen en Getsemaní. Y Pedro, que hace la profesión de fe en Cesárea de Filipo, después negará al Maestro. Hay que combinar las dos experiencias para que se ponga de manifiesto quién es Dios, quiénes somos nosotros y cómo le necesitamos.
En el libro comenta que el ambiente posmoderno es una oportunidad para las religiones tradicionales. ¿Sabemos aprovechar esta oportunidad donde nos hemos replegado?
A veces creo que los cristianos nos hemos replegado centrándonos excesivamente en los problemas eclesiales que, por descontado, deben afrontarse con coraje, sin darnos cuenta de las necesidades, espirituales y materiales, de nuestro prójimo. Claro que hay mucha indiferencia en nuestro entorno. Jesús mismo también la sufrió. Pero también es cierto que mucha gente busca un horizonte que vaya más allá de la simple supervivencia y del confort. Nosotros hemos recibido una herencia que no es solo para nosotros. Es un legado que debemos compartir.
¿Vivimos la fe de manera acomplejada o acomodada?
Por un lado, la vivimos de manera bastante acomplejada, mirando de reojo qué hacen los demás sin atrevernos a vivir plenamente la invitación que nos hace Jesús. Pero también, sobre todo cuando nos sentimos fuertes en un grupo, nos acomodamos a una situación de privilegio religioso que entorpece tanto nuestro proceso personal de conversión como el llamamiento a hacer partícipes a los demás de la alegría del Evangelio. Quizás nos falta la fuerza y la convicción de la experiencia espiritual personal. La que vivieron los apóstoles en el cenáculo y les hizo salir de sus miedos para compartir con entusiasmo lo que habían recibido. Lo dieron. Gratis lo recibieron y gratis lo compartieron.
Usted también habla de experiencia religiosa, formación y compromiso. ¿Cómo hemos de trabajar estas dimensiones para que estén equilibradas?
Con sentido común y con el convencimiento de que tanto la formación como el compromiso dependen de nosotros, pero la experiencia espiritual nos viene dada, es un regalo. Jesús es quien toma la iniciativa y llama a quien quiere y cuando quiere para subir al Tabor. Nosotros hemos de responder a esta invitación. Como digo en el libro, y a menudo repito, la fe sin experiencia se marchita. Pero la experiencia sin formación y compromiso se corrompe. A nivel pastoral, en ocasiones ponemos tanto énfasis en la formación y en el compromiso, que la vida cristiana se convierte en algo demasiado seco, poco motivador. Quizás hemos perdido el primer amor, como nos dice el Apocalipsis. Pero también corremos el peligro de promover momentos de gran emotividad que, en el fondo, no reflejan un encuentro auténtico con Dios. En cambio, cuando hemos vivido algo de verdad, lo transmitimos. Nuestras palabras emocionan, nuestro testimonio es una lección, nuestra manera de actuar es un modelo de compromiso firme con el mundo.
¿Hay que recuperar la via pulchritudinis como camino para descubrir la trascendencia?
La belleza siempre ha tenido un papel destacado como vía para acercarnos a Dios. Hoy los medios técnicos son extraordinarios y pueden desarrollar la experiencia estética hasta donde no nos hubiéramos imaginado. Por ejemplo, poca gente vio las catedrales góticas o las pinturas del Renacimiento. Ahora, en cambio, de una manera u otra, están al alcance de gran parte de la población. Pero hay que desarrollar un proceso catequético. La belleza impacta, sin embargo, hay que trabajar su significado para que nos lleve hacia Dios y no hacia la autocomplacencia estética. En este sentido, es muy importante la música. Es un instrumento que nos ayuda a relacionarnos con Dios. Y hoy en la pastoral debe ocupar un espacio muy importante.
Desierto, silencio, interioridad… ¿cómo hacerlo atractivo para nuestra sociedad?
Creo que, de hecho, ya es muy atractivo. Muchísima gente sigue el camino del silencio, de la interiorización. Es un camino cristiano, pero algunos, saturados por el exceso de formalismos, han buscado otros
referentes espirituales. Es necesario recuperar la simplicidad de esta vía que nos permitirá digerir y asimilar los demás componentes de nuestra fe. En el relato evangélico del Tabor el silencio también está bastante presente.
El Papa nos pide ser una «Iglesia en salida». ¿Hacia dónde? ¿Cuál es la prioridad?
Lo importante es salir. Si no sales de casa, no te encuentras con los demás. Si sales, quizás no sabes con quién te encontrarás, pero la clave está en romper la rutina de nuestras preocupaciones, de nuestros victimismos infantiles e ir al encuentro del otro. Y en este encuentro tan humano, nos encontramos con el Otro, seamos conscientes de ello o no. Debemos salir de nuestra autorreferencialidad, que al final nos ahoga.
Cuando vemos los problemas de los demás, relativizamos los propios. Y en esta apertura experimentamos la
propia identidad, individual y eclesial. Creo que las palabras del Santo Padre son muy proféticas.
¿El COVID nos ha hecho más espirituales?
Por un lado, sí; hemos visto nuestra vulnerabilidad y nos dirigimos con más facilidad a un Dios que reconocemos como Padre y esperamos que nos cuide. Además, las dificultades que la gente sufre son un llamamiento a ser más solidarios. Así pues, crecen las iniciativas para nutrir la vida espiritual en tiempos de pandemia y formas de voluntariado que pretenden paliar los sufrimientos de la gente. Ahora bien, el problema del sufrimiento también interpela a nuestra fe. Es un momento difícil para creer. Cuando vivimos una situación de sufrimiento, nuestras convicciones se pueden tambalear. En cualquier caso, la pandemia es una oportunidad para crecer como cristianos y como ciudadanos; para salir de nosotros mismos y dirigirnos a Dios y atender al prójimo; para cruzar los desiertos existenciales con el impulso que nos proporciona la experiencia espiritual, vivida en nuestro Tabor personal.