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El silencio celestial y el infernal

Seamos nativos, digitales o no, todos estamos cada día más conectados. La media mundial del tiempo que pasamos conectados a la red es de 6 horas y la de tiempo de atención a una pantalla es de 45 segundos. Los auriculares para escuchar música en la red ya se han convertido en una parte del cuerpo. Cada uno escucha su música, mantiene sus conversaciones y mira sus vídeos, perdiendo bastante tiempo en cosas intrascendentes sin profundizar en nada. Y ahora, para terminar de rematar la faena, en lugar de poner la inteligencia artificial a nuestro servicio, parece que somos nosotros los que nos convertimos en apéndices de ella. Diluyendo así nuestro mundo singular, nuestra vida íntima, cuando creemos ampliarlo, y nos convertimos en una especie de voluntarios de arresto domiciliario, creyendo que somos más libres que nunca. Lo más grave es que vamos perdiendo la capacidad empática que solo se desarrolla con el contacto físico con los demás.

Para no desaparecer como personas adultas, para no infantilizarnos, necesitamos más que nunca desconectar de las redes y reconectar con nuestra vida íntima. Requerimos de silencio, para rescatar la riqueza interior, para comprender el lenguaje de nuestro propio cuerpo y sus emociones, para pensar y reflexionar, para ser dueños de nuestros deseos y dar sentido a nuestra vida. Este silencio va de la mano con la espiritualidad (cultivo y ejercicio de la vida interior y singular) e implica sin duda un aprendizaje.

No hace falta decir que hay silencios infernales. Son los silencios impuestos por otros, el silencio como castigo, como tortura o como miedo a denunciar la injusticia. Sin embargo, hay otros donde no se ve tanto su carácter perverso. Ante la crisis de las viejas tradiciones religiosas han aparecido un sinfín de espiritualidades que hacen del cultivo del silencio un nuevo dispositivo emocional de control. Son los silencios que nos desconectan de la comunidad, privatizando la ansiedad, el estrés y un montón de males y problemas de salud mental que tienen mucho que ver con la jerarquía económica y la configuración social; son los silencios que evitan que reflexionemos sobre las causas sistémicas del malestar contemporáneo y que transfieren problemas estructurales a la persona. Estos silencios, al poner el foco exclusivamente en la persona, al margen del análisis de las circunstancias y de cualquier tipo de compromiso, terminan culpabilizando a los individuos, considerándolos como los únicos responsables de sus desgracias y sufrimientos. Es el caso de un buen número de terapias y espiritualidades con eslóganes del tipo: "aprovecha tu fracaso para crecer personalmente", "saca rendimiento de ti mismo", "sé tu propia empresa", "piensa siempre positivamente", "todo lo que desees se cumplirá", "si quieres puedes". Al sustituir el pensamiento crítico con el pensamiento mágico, se dejan las causas de buena parte de la miseria económica y psíquica inalteradas.

El silencio lo necesitamos no para evadirnos, sino como un arma de resistencia para reflexionar, promover acciones comunitarias y atender y ser conscientes de la necesidad de los demás. El silencio es indispensable para crecer en empatía y aprender a escuchar. Seguramente, la manera más práctica y a la vez más profunda de aprender a vivir silencios interiores y creativos es saber escuchar. Escuchar al otro como nos gusta que los demás nos escuchen a nosotros. El silencio es el contrapunto necesario para expresar nuestros sufrimientos y alegrías a través del lenguaje y poder así comunicarnos, encontrarnos verdaderamente con los demás, y confrontarnos y enriquecernos con todo respeto, pero sin miedo, con personas que piensan muy diferente a nosotros.

En definitiva, el cultivo del silencio interior tanto puede ser un camino para encontrarnos con los demás como para aislarnos y hundirnos en el infierno. Una conocida fábula dice que los condenados del infierno cada día se encuentran en el más absoluto de los silencios en una gran cena puesta en la mesa, y que pueden comer y beber todo lo que quieran, pero nunca con las manos, siempre con unos tenedores de un metro y medio. No se dirigen la palabra, todos permanecen ensimismados intentando acercarse el tenedor sin poder nunca comer nada, sufriendo así una terrible tortura y una ansiedad creciente. Los afortunados del cielo se encuentran con el mismo silencio, cena y largos tenedores, pero, en cambio, se lo pasan de lo mejor, no paran de reír y de comunicarse corporalmente, porque su silencio les ha servido para salir de la burbuja particular de cada uno y darse con los largos tenedores la comida los unos a los otros.
 

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