Todos los santos
En ocasiones, nos parece que hablar de la santidad ya no está de moda. Nos puede sonar a un concepto propio otras épocas, cuando la vida cristiana implicaba una serie de exigencias que han quedado desfasadas por los avances sociales. Palabras como renuncia, sacrificio o abnegación han quedado desterradas del vocabulario de nuestras conversaciones religiosas. Los ejemplos de los santos de otros tiempos a veces nos resultan exagerados e, incluso, extravagantes. Por más que nos los presenten como héroes de la espiritualidad, no tenemos ganas de imitarlos. Su excelencia en el ejercicio de las virtudes no siempre nos anima a seguir el camino de Jesús. Sus metas nos resultan inalcanzables y preferimos conformarnos con la tibieza de una vida mediocre.
Por otro lado, celebrar la fiesta de Todos los Santos nos evoca la muerte. Los santos, por definición, están muertos. O, dicho de otra manera, su santidad ha sido reconocida después de su fallecimiento. Además, el día 2 de noviembre es la celebración de los fieles difuntos. Esta coincidencia, que no es ni mucho menos fortuita, impregna la fiesta de un tono mortuorio, de cementerio y de exequias.
Aun así, el concepto “santidad” nos remite a la vida o, mejor aún, a la plenitud de la vida. Por supuesto, tenemos que intentar ser buenas personas, cultivar las virtudes, ir superando nuestros defectos, abandonar los egoísmos que nos esclavizan... Todo esto lo podemos hacer con nuestra fuerza de voluntad, con nuestros recursos mentales, con técnicas más o menos sofisticadas de modelado de la personalidad. Ahora bien, tarde o temprano nos daremos cuenta de que seguimos siendo los mismos. Tal vez la carcasa exterior de nuestros comportamientos haya cambiado, pero quizás solo en apariencia.
De todo esto ya se quejaba Jesús cuando veía el teatro que hacían los fariseos. Los consideraba hipócritas dado que su conducta externa no respondía a una rectitud de intenciones procedente de la sinceridad del corazón. Sí, con grandes esfuerzos podemos modificar nuestra manera de actuar, pero cambiar el corazón, ya es otra cosa.
Nuestro corazón, nuestra interioridad, solo se transforma cuando nos sentimos amados de verdad. Interiormente somos como un espejo, reflejamos el amor que recibimos, como la Luna resplandece con la luz del Sol.
Y la santidad consiste en vivir este amor, en dejarnos amar y amar, en preocuparnos por los demás y atender sus necesidades. Implica abrirnos, salir de nuestros bucles enfermizos y darnos cuenta de que nuestra vida tan solo tiene sentido en relación con los otros.
La santidad es participar de esta corriente de vida, porque el amor es vida. Significa llenarnos de la fuente que es Dios, el único Santo (1 Sam 2, 2), y convertirnos en portadores de vida. Somos vasijas de barro que contienen un tesoro (2 Co 4, 7). Entonces, ser santo no es un mérito que reclama el reconocimiento de todo el mundo, es un don al cual todo el mundo está llamado. Es la convicción de saber que nuestra vocación es ser mucho más de lo que ahora somos, de transcender nuestros límites, no para apropiarnos de cuanto nos rodea, sino, por el contrario, para ser semilla, esperanza, solidaridad.
Nuestros proyectos suelen ser insignificantes y efímeros porque nuestras fuerzas son escasas. Pero se nos brinda la oportunidad de traspasar las fronteras de lo que aparentemente es posible. Podemos participar en una historia que el tiempo no puede constreñir.
La fiesta de Todos los Santos nos recuerda que ni siquiera la muerte es más fuerte que el amor (CC 8, 6). Es la fiesta de la vida. Estamos llamados a vivir una plenitud que, misteriosamente, supera las barreras de la caducidad de este mundo.
La santidad nace en la Eternidad y nos conduce hacia ella si permitimos que Aquel que nos creó continúe obrando en nosotros.