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Preparamos los caminos del Señor a través del desierto

Esta semana, con el Miércoles de Ceniza, iniciamos la Cuaresma, un tiempo que nos invita al silencio y la oración para recentrarnos en Dios. Durante estos 40 días, nos retiramos al desierto, siguiendo el ejemplo de Cristo entre su bautismo y el inicio de su vida pública. En este espíritu de recogimiento, releo con detenimiento la suntuosa carta de san Jerónimo a Heliodoro, en la que lo exhorta a abandonar el mundo y regresar al desierto.

En el año 370, un grupo de fieles siguió a Jerónimo hasta Oriente Próximo para llevar una vida eremítica. Sin embargo, a pesar de las oraciones del santo, uno de ellos, Heliodoro, decidió no permanecer con ellos y prefirió viajar a Jerusalén y luego a Italia. San Jerónimo, entristecido por su elección, le escribió una carta impregnada de ternura y firmeza, instándolo a alejarse del mundo para entregarse únicamente a Dios, su verdadera riqueza.

Apresúrate a venir -le escribe- No quiero recuerdes las privaciones pasadas; el desierto exige hombres despojados de todo; […]. Tú que crees en Cristo, cree también en sus palabras: “Buscad primeramente el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura.” No debes llevar alforja ni bastón; bastante rico es quien es pobre con Cristo.

Para san Jerónimo, el desierto es una tierra de fuego donde la existencia tal como se conocía se consume y desaparece. Paradójicamente, es también un lugar de regeneración: allí muere el hombre viejo, dejando atrás su vida anterior, y de sus cenizas nace el hombre nuevo, capaz de acoger y saborear la Presencia de Dios en la soledad y el silencio. Este renacimiento, fruto de la purificación y de la conversión, es precisamente el propósito de la Cuaresma.

Ciertamente, aunque san Jerónimo veía la huida al desierto como una ruptura radical y definitiva con el mundo, no todos estamos llamados a convertirnos en eremitas o monjes. Sin embargo, cada uno de nosotros puede buscar un sano distanciamiento de la vorágine cotidiana para crear dentro de sí una celda interior donde pueda acoger a Dios y dialogar con Él.

El desapego de lo material no ocurre sin lucha. Este tiempo de recogimiento marca el inicio de una batalla interna, porque, aunque deseemos alejarnos del mundo, su espíritu sigue habitándonos a través de innumerables preocupaciones y distracciones a las que solemos conceder más importancia de la que merecen.  

Experimentar el amor de Dios es el resultado de un camino largo y arduo, y san Jerónimo no lo oculta. Él mismo reconoce lo que le costó alejarse de la costa segura de su antigua vida. Sin embargo, ahora que «mi discurso ha sorteado lugares llenos de escollos y mi frágil barquilla ha llegado a alta mar», confiesa que despliega «las velas al viento» y deja que su alegría brote:

¡Oh desierto adornado con las flores de Cristo! […] ¡Oh soledad en la que se encuentran aquellas piedras con las que el Apocalipsis se construye la ciudad del gran rey! ¡Oh yermo que goza de la familiaridad divina! ¿Qué haces, hermano, en el siglo? […] Créeme, aquí puedo ver un no sé qué de más luminoso. Es posible dejar la carga del cuerpo y volar al puro fulgor del cielo.

Después de renunciar a distracciones y comodidades, tras de las privaciones, se revela la alegría incandescente de la gran vida en Dios. Con este lirismo arrebatador, san Jerónimo nos asegura que el sacrificio vale la pena. ¡La Cuaresma es el tiempo de emprender nuestro propio viaje hacia Él!

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