María, sin pecado
El 8 de diciembre celebramos la Inmaculada Concepción, un dogma que afirma que María fue preservada del pecado original. Aunque este dogma fue proclamado en 1854, sus raíces se remontan al siglo V. María era una mujer normal, hija de padres humanos, pero ¿por qué se le otorgó tan especial relevancia?
El dogma de la Inmaculada Concepción no debe confundirse con la concepción virginal de Jesús, que proviene directamente de las Escrituras. La Inmaculada Concepción proclama que María nació libre del pecado original por la gracia de Dios. En términos biológicos, su concepción fue como cualquier otra persona, fruto de la unión de un hombre y una mujer.
Esta afirmación empezó a tomar forma en el Concilio de Éfeso, en el año 431, que se centró en definir la naturaleza de Jesús: ¿era realmente el Hijo de Dios? ¿Era hombre o Dios quien murió en la cruz? Este concilio afirmó que Jesús era a la vez hombre y Dios, y, en consecuencia, otorgó a María el título de Madre de Dios (Theotokos), un título con implicaciones profundamente cristológicas. A partir de ese momento, el culto a María, hasta entonces restringido, se extendió rápidamente en el mundo cristiano, consolidándose con la celebración del 15 de agosto tanto en la Iglesia oriental como en la occidental.
Con el tiempo, se plantearon cuestiones sobre la virginidad y la santidad de María. Al principio, algunos Padres de la Iglesia consideraban que, como cualquier ser humano, podía haber cometido pecados, pero la pregunta fundamental era: ¿Jesús podría haber sido engendrado por alguien contaminado por el pecado? Esto llevó a la Iglesia a afirmar que María, desde el principio, había sido preservada del pecado.
San Agustín, defensor de la noción de pecado original, sostenía que María no podía escapar del pecado por sí misma, sino que había sido santificada desde el principio por la gracia divina. Sin embargo, el cristianismo oriental rechazó esa sutileza. En Occidente, figuras como Santo Tomás de Aquino y San Bernardo defendieron que la santidad de María era inicial, pero no intrínseca en su origen. Para evitar disputas, San Buenaventura introdujo una fórmula conciliadora: María no evitó el pecado original por sí misma, sino que fue preservada de él por la gracia divina. Esta idea fue aceptada en el Concilio de Basilea en 1431 y se convirtió en un consenso progresivo.
Durante la Reforma del siglo XVI, este dogma no fue cuestionado por Lutero, aunque los abusos del culto mariano suscitaron críticas. El Concilio de Trento abordó el problema del pecado original, pero sin hacer referencia directa a la Virgen María. La fiesta de la Inmaculada Concepción, establecida el 8 de diciembre, reflejaba la expansión del culto mariano.
En el siglo XIX, en un momento de intenso renacimiento mariano, el papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, después de consultar a los obispos de todo el mundo. Este dogma reafirmaba la creencia tradicional de la Iglesia sobre María y su relación única con Dios.
Llegados al siglo XX, el movimiento mariológico ganó fuerza. Pío XII, en 1950, definió el dogma de la Asunción de María, destacando que esta creencia había sido una tradición constante en la Iglesia, pero no todo eran consensos. Durante el Concilio Vaticano II, se produjo un intenso debate entre los sectores más marianos y aquellos que querían preservar una perspectiva ecuménica. Se decidió no otorgar a María. el título de co-redentora, reafirmando que sólo Jesús es nuestro único Salvador. Sin embargo, se reconoce a María como Madre de la Iglesia, abogada e intercesora, con una mediación materna que no sustituye a la de Cristo.