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Una Semana muy Santa

La peregrina Egeria nos explica que en Jerusalén a finales del siglo IV el domingo antes de Pascua se hacía una procesión que iba desde la Montaña de los Olivos hasta la basílica de la «Anástasis». La gente llevaba ramos y cantaba, precediendo el obispo que hacía presente Jesús. Se trataba de volver a hacer “en el mismo lugar” aquello que había pasado los últimos días de la vida de Jesús. También nosotros queremos imitar la entrada de Jesús en Jerusalén entrando al templo donde celebramos y allá escuchar la lectura de la Pasión.

Es el preámbulo de la Semana Santa, este año muy tardía. Esto es así porque queremos celebrar la Pascua “en el mismo momento” en qué Jesús habría muerto en la cruz y habría resucitado hoy. Pascua tiene un valor significativo muy sacramental por ella misma, tal como observan a menudo los Padres.

Qué bien que expresa san Agustín este sentido contemplativo de la Pasión de Jesús desde la perspectiva de su victoria pascual. Escuchémoslo desde un fragmento de un sermón suyo extraído de los Comentarios a los Salmos. Dice: La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el origen de nuestra esperanza y nos enseña a sufrir pacientemente. En efecto, ¿qué hay que no puedan esperar de la bondad divina los coros de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, eterno como el Padre, no tuvo bastante con hacerse hombre, y con nacer con el linaje humano, sino que incluso quiso morir en manos de los hombres que él mimso había creado? Es mucho lo que Dios nos promete; pero es mucho más lo que recordamos que ha hecho por nosotros.

¿Dónde estábamos o qué éramos cuando Cristo murió por nosotros, pecadores? ¿Quién dudó de que el Señor daría la vida a sus santos, si ya les había dado su misma muerte? ¿Por qué vacila la fragilidad humana en creer que los hombres vivirán con Dios en el futuro? Mucho más increíble es lo que ya ha sido realizado: que Dios ha muerto por los hombres. ¿Quién es, en efecto, Cristo, sino aquella Palabra que existía al comienzo, que estaba con Dios y que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne, y posó entre nosotros su tabernáculo.

Es que, si no hubiera tomado de nosotros carne mortal, no habría podido morir por nosotros. De este modo quien era inmortal pudo morir, de este modo quiso darnos la vida a nosotros, los mortales; y esto para hacernos partícipes de su ser, después de haberse hecho él partícipe del nuestro. Puesto que, del mismo modo que no había en nosotros ningún principio de vida, no había en él ningún principio de muerte. Admirable intercambio, pues, el que se cumplió con esta recíproca participación: de nosotros asumió la mortalidad, de él recibimos la vida (SAN AGUSTÍN, Sermón Güelferbytanus 3: PLS 2, 545-546)