La religiosidad como memoria del sufrimiento humano
Recordar el sufrimiento no es nada fácil en una cultura que tiende a la amnesia pero, para las religiones, la salvación nunca se obtiene a costa de la desmemoria. Bien al contrario, el imperativo espiritual consiste en tomar buena nota de la realidad, revelar lo que corre el riesgo de pasar desapercibido o interesadamente escondido. No es suficiente anunciar sin denuncia si no se quiere acabar perdiendo la sensibilidad espiritual para sentir la dentera de la vigilia crítica. Es la esperanza en tensión de quien tiene hambre y sed de justicia como validación de su fe: nada de sordera hacia el grito de los otros, nada de debilitación y explicaciones ahistóricas sino una búsqueda infatigable de un lenguaje que impida el olvido de la injusticia.
La banalización es la enfermedad mortal de la religión. Es catastrófico convertirse en simples voyeurs de la realidad, adeptos al fatalismo, gestores resignados y cínicos... ¿qué entendemos del mensaje religioso si eliminamos la denuncia del sufrimiento de ella? Algunos han querido hacer de la religiosidad un hogar tranquilo donde ya no hay espacio para la tensión salvífica, han atrofiado la sensibilidad espiritual construyendo religiosidades confortables olvidando que el contacto con la Divinidad promete tanto protección como desarraigo, tanto lágrimas secadas como sufrimiento, tanto resurrección como muerte...
¿Podemos continuar cualificando de religiosas aquellas personas que no se definen por la empatía?; son religiosos aquellos que no son sensibles al sufrimiento?; ¿es religiosa la violencia ejercida sobre los otros? Para las religiones el sufrimiento contiene una revelación posible, pero sólo los que son sensibles descubren la presencia divina (“Cuando te vimos desnudo, o enfermo, o encarcelado, o con hambre y sed...) Sólo donde prospera esta compasión comprometida se enraíza un elemento esencial de la experiencia espiritual: la muerte del yo, la capacidad de autoresistencia, no como una disolución de la individualidad sino como expresión de una alianza irrompible con la Realidad.
Aquí es donde reside el imperativo de la memoria y la obligación testimonial del auténtico creyente que no olvida que el ser humano ha de ser la raíz de sus preocupaciones. Esta es la única fuente de credibilidad de las religiones: la compasión rompe los automatismos de aquel que, detrás de la cáscara defensiva del narcisismo, sólo es sensible al propio mundo y gira la cara para no ver el sufrimiento de los otros. El futuro de las religiones no pasa por aquellos que evitan y separan como una estrategia de supervivencia, sino para los que han tomado consciencia de que el reto es aprender a querer a todos.