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Jesús y las mujeres en los evangelios (3)

30 de novembre 2015
Begonya Palau

También rompe barreras, y muchas, el episodio de la mujer pecadora en Lc 7, 36-50, una perícopa muy bien tramada por Lucas, con una catequesis clara: en el amor, lo que vale es amar. El atrevimiento juega aquí un papel importante, pero ahora ya no para pedir un favor, sino como expresión corporal en referencia a Jesús. 

No es fácil olvidar el episodio donde una pecadora llora abundantemente sobre los pies de Jesús, y se los seca con su cabello, los besa y los unge con perfume. La pecadora ha quedado inmortalizada en la iconografía cristiana, pero en general la reflexión teológica no le ha dado mucho espacio. 

La escena sucede en un espacio poco neutral. Jesús es invitado a una comida en casa de un fariseo, un tal Simón. Como en el caso de la cananea, pero mostrando aún más explícitamente, nos encontramos en el contexto de la constante controversia entre Jesús y los fariseos. El fariseo no es un hombre malo, al contrario, es aquel que quiere satisfacer a Dios las 24 horas del día y, para demostrarlo, necesita tener una gran retahíla de normas y rituales, un sistema montado sobre un perfeccionismo que quiere ser piadoso, pero que en realidad sirve de motivo para hacer una élite de buenos que juzgan a los que no pertenecen a ese círculo. Esto es precisamente lo que Jesús desenmascara. De nuevo es una mujer que dará a Jesús la oportunidad perfecta para hacerlo. 

Para conseguirlo, la mujer, una pecadora pública, tomará un papel muy significativo en el relato, invadiéndolo de arriba abajo. No se nos dice si esta mujer se ha relacionado antes con Jesús, pero sabemos que lo conoce de alguna manera, y de una manera tal que no pierde ni un segundo en demostrarle su afinidad. 

Está claro que para los primeros lectores del evangelio, la escena es totalmente chocante. En casa de un fariseo no hay lugar para una mujer pecadora. Y aún menos en un momento como aquel, sentados en la mesa, en el contexto de un banquete, hombres –nunca mujeres- discutían sobre diferentes temas. El fariseo invita Jesús a uno de estos simposios, pero, de hecho, el tema principal será dado por la única mujer que entra en escena. 

La mujer, sin que explicite su entrada, se encuentra a los pies de Jesús, detrás de él, con una botella de alabastro. La situación es totalmente inesperada, y esto forma parte de la catequesis que se va tejiendo. La mujer es una prostituta; se ve claro en las palabras de Lucas “una pecadora en la ciudad”, es decir, pública y notoria; y también en la misma expresividad física de la mujer, descrita con toda la intención por el evangelista. 

Es necesario decir que los gestos de la mujer son de tono marcadamente sensual. La mujer no deja de besar lágrimas, gesto que indica su actitud de compunción, pero lo hace de una manera desorbitada, exagerada. El evangelista dice primero que la mujer llora, que son lágrimas que mojan los pies de Jesús. La cabellera de la mujer le sirve para secar los pies del Maestro, un gesto con un alto contenido erótico para la época, ya que una mujer piadosa había de mantener su pelo siempre cubierto. Además, los pies son besados sin interrupción, con un exceso de apasionamiento. Para asegurarse del impacto de la escena, Lucas añade aún otro elemento provocativo: la mujer le unge los pies con perfume, un gesto reservado dentro de las relaciones de esposa con su marido, o también en la vida de los vividores o afeminados. Un gesto, pues, que pertenece a la intimidad e incluso a las costumbres consideradas pecaminosas. Podríamos decir, pues, que la mujer se expresa desde el amor al que está acostumbrada, totalmente fuera de lugar, y además en casa del fariseo.  

Se trata de gestos desproporcionados, exagerados, casi inútiles. Sean como sean, lo que queda claro es que la expresión de la mujer es plenamente corporal; de hecho, ella no verbaliza ni una sola palabra. El sólo hecho que ella se sitúe detrás de Jesús y llore abundantemente, nos permite intuir que la mujer está mostrando, primero de todo, un agradecimiento profundo al hombre que, de alguna manera, no sabemos cómo, la ha despertado de su pecado. La parábola que más tarde explica Jesús, y la interpretación que hace nos confirman la intención de la mujer. 

Pero antes de la parábola, antes de que el Maestro pueda explicitar la sabiduría de su interpretación, Jesús acoge los gestos tal como son, sin poner más o menos de lo que hay, en su objetividad. De esta manera vence el nervio punzante del juicio moral, que catalogaría aquella mujer pecadora sin remedio. Es la actitud del fariseo, que está incapacitado en descubrir aquellos gestos en ellos mismos como lenguaje de su cuerpo. En verlos, hace un juicio que no le pertenece, y, de rebote, juzga a Jesús, a quien ya no puede considerar un profeta. Una excusa perfecta para demostrar lo que ya tenía dentro, porque, de hecho, no había mostrado ningún tipo de deferencia hacia él, tal y como Jesús después le reprochará. 

La inocencia de Jesús, que no quiere entrar en el campo del juicio moral ni legal, permite al Maestro hacer la correcta interpretación del movimiento de la mujer. Precisamente ella, que está fuera de la Ley, ha sobrepasado la tradición que exigía unos gestos concretos de hospitalidad reservados a los huéspedes distinguidos en las grandes ocasiones. Las lágrimas suplen con creces el agua ritual de purificación; los besos continuados suplen suficientemente el beso protocolario de bienvenida, la unción de los pies con perfume substituye de sobras la unción de la cabeza, reservada a personajes importantes. Los gestos atrevidos de la mujer son interpretados como superiores a los que el fariseo ni siquiera hace. De manera que lo entendido en la Ley queda como un personaje vacío, vencido por la fuerza apasionada de la mujer que vive fuera de la Ley. 

El narrador ha pasado de hacer una comparación moralista, encaminada a saber quién se comporta de una manera más reglamentada, a hacer una que tiene como objeto el amor. Y en eso la mujer gana, y de mucho, al fariseo. Se remarca así la fuerza de un amor que no conoce fronteras y que se expresa más allá de los cánones establecidos. 

Finalmente, Jesús despide la mujer con su perdón y la invita a irse en paz, es decir, a disfrutar de aquel amor que ella ya ha conocido en la persona de Jesús y que le imposibilita volver a pecar. La paz es el símbolo de la vida eclesial. Ella está ya a punto para formar parte del nuevo pueblo. Así como, al entrar, era pública su personalidad rechazable de mujer pecadora, ahora, al salir, también se ha hecho pública su rehabilitación como mujer enamorada de Jesús en la compunción, el arrepentimiento y el apasionamiento exagerado de los gestos corporales. Jesús alaba la osadía del amor que ama más allá de los condicionamientos sociales y de los roles públicos. La comparación con el fariseo da en el clavo del relato: la caridad, sin deseo, se vuelve espiritualista y desemboca en moralismos o tibieza. El amor cristiano se presenta así como enamoramiento, y no como cumplimiento de normas.