Jesús y las mujeres en los Evangelios (2)
Una judía (Mt 9,20-22)
Jesús está yendo a casa de Jaire cuando es interrumpido por una mujer que pierde sangre. Mateo hace una referencia clara en Lv.15,33, donde se advierte de las impurezas que pueden profanar el templo, y, por tanto, hacer morir a la persona que las sufre. La mujer del evangelio está en esta situación desde hace doce años. El número doce está prácticamente reservado al grupo íntimo de los discípulos, la elección de los que está muy cerca en el texto (10,1). Nos encontramos, entonces, con una perícopa de cierto sabor judío.
De hecho, todo el episodio tiene un claro matiz de ambiente judaico. Jesús lleva aquí la borla del mantel, un vestuario típico de los maestros de la Ley –como se ve en 23,5-, que sirve para recordar los mandamientos de Dios (Nm 15,39). No ha encontrado este detalle en el episodio de la mujer en Marcos, así que expresamente está presentando un Jesús rabínico.
Además, el atributo de “hija” en relación a Jesús es único en todo el evangelio, cosa que remarca aún más el tema de la personalización y que liga con el trasfondo israelita, ya que aquella mujer podrá a partir de ahora estar dentro del pueblo, aceptada como una hija de Abraham.
En este episodio es ella que lo toca, porque cree que así se curará. La mujer ha tenido que salir de su zona de seguridades, porque, en su caso, tocar a una persona implica contagiarle la impureza ritual. Ella sabe que esto no se puede hacer, pero lo hace porque su necesidad ha llegado al límite. No tiene nada que perder, su situación es insostenible. Entonces, ¿porqué no probar la única esperanza que le queda?
Hace falta estar muy atento y ver que en lo que realmente piensa la mujer es en salvarse. Puede que ella no sepa aún qué significa esto en su plenitud, pero es importante. No se trata sólo de ser curada de la enfermedad física, sino de expresar la liberación de toda la persona. Y justamente, hacia la salvación va encaminada la misión de Jesús, como indica su nombre (1,21). A lo largo del relato, curiosamente, los que han pedido salvación han sido los discípulos, primero en la barca (8,25), después en boca de Pedro en 14,30. La petición de ellos en los dos casos ha provocado la reprimenda de Jesús por la pequeñez de su fe. Ellos han pedido ayuda porque no han pensado que ya era suficiente la presencia de Jesús. La mujer con pérdidas de sangre, en cambio, que ha deseado también – y ha conseguido- esta salvación, ha pensado que tenía suficiente con tocar un vestido, incluso sin pedir nada explícitamente.
Es por esto que Jesús la individualiza, girándose y mirándola. La salvación integral necesita que ella se personalice, que salga de las multitudes donde se sentía protegida, para quedar cara a cara delante de Jesús. Y aún más sorprendente es la alabanza que la mujer se lleva, alabanza en claro contraste con el grupo discipular. Ella ha sido salvada no por el contacto con Jesús, como ella pensaba, sino por su fe. Ella, la mujer curada, ha sido ya salvada por su fe. Muy significativo que este sea el único caso de curación donde el resultado es directamente la salvación.
Una pagana
Es suficientemente conocido el episodio de la cananea (Mt. 15, 21-28), aquella mujer que suplica a Jesús la curación de su hija y que, sin inmutarse por el aparente menosprecio del Maestro, pide –y consigue- las migajas de pan para el pueblo pagano al que representa.
La marginación de la mujer es aquí bien clara: ella, además de ser mujer y de pedir la cura de una mujer, es pagana. Su paganismo no es neutral, porque la denominación como cananea la sitúa en oposición frontal con el judaísmo. Canaan es el antiguo y permanente enemigo de Israel, enemigo fuerte en tanto que instigador de idolatrías y provocador de rupturas contra la alianza; un paganismo, entonces, que no sólo se aleja del judaísmo, sino que lo ataca y lo pone en peligro.
Como pagana, ella es considerada impura, y por esto ha situado esta pericopa justo tras la controversia de Jesús con los fariseos sobre el tema de la pureza ritual. El Maestro galileo ataca la pureza ritual vivida como un acto exterior vacío, y apunta a una pureza que es recta intención del corazón y que es muestra en una ética social y personal.
Lo primero que descubrimos en esta mujer es que es astuta e inteligente. Aunque, por la proximidad limítrofe con Israel, ella pueda tener algún conocimiento de la tradición judía, la verdad es que llaman la atención en boca de una pagana las invocaciones de “Señor” e “Hijo de David”, dos títulos cristológicos importantísimos en el Evangelio de Mateo. Parece que la mujer está dispuesta a todo para llamar la atención del Maestro. Jesús, así mismo, no sólo le contesta, sino que se alía con los discípulos para afianzar su pertinencia y su envío exclusivo a Israel.
En ver la actitud negativa de Jesús y de los suyos, cualquier mujer hubiera entendido que no había oportunidad posible y se habría marchado, cabizbaja, incluso arrepentida de su atrevimiento. Esta mujer, pero, está muy lejos de esta actitud, diríamos que convencional. Ella tiene un deseo dentro y este es el motor de sus movimientos. Por esto, sin hacer caso del silencio de Jesús, o de sus palabras exclusivistas, se prosterna delante de él y le pide ayuda.
Ella se muestra con una envidiable seguridad interior, sabe que aquel que tiene delante puede satisfacer su deseo. Y cuando una mujer conoce algo por la seguridad de un convencimiento interior, no deja escapar la oportunidad. Su insistencia conmueve a Jesús que empieza a prestarle atención. Su sagacidad y su empuje consiguen que Jesús rompa el silencio y le dirija unas palabras. Ella lo intuye: con esto ya empieza a tener la partida ganada.
Las dificultades no han acabado para la mujer, porque, como último intento de hacerla recular, el evangelista recoge unas palabras sorprendentes en boca de Jesús: “No está bien coger el pan de los hijos y tirarlo a los perros” (Mt 15, 26). El recurso de los perros no es una figura simpática que se le ocurra a Jesús para probar la humildad de la mujer, sino que es el insulto habitual que un judío dirige a un pagano, y en especial a un cananeo. Podríamos decir que Jesús se pone de nuevo de la parte de las tendencias nacionalistas y exclusivistas de su pueblo, y hace suyo el menosprecio hacia los paganos. Pero ella le responde: “Es verdad, Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos.” (Mt 15,27).
La primera cosa que llama la atención en esta respuesta es la falta de toda dialéctica. La mujer no se preocupa ni tan solo de interpretar el posible menosprecio de las palabras de Jesús hacia el pueblo, ni siquiera cuestiona su intención. En lugar de eso, opta por una aceptación de las palabras, con astucia suficiente, así mismo, para volverse resultado. Es decir, si según la frase de Jesús, los paganos restaban fuera del efecto salvífico del evangelio, la mujer consigue, con su frase, que permanezcan dentro, ya sea como hijos, ya sea como perritos.
Jesús se queda totalmente maravillado y admirado de la astucia de aquella mujer. No remarca la humildad, demasiadas veces subrayada en comentarios, sino su fe caracterizada para la astucia y la pillería. La mujer no piensa parar hasta que su deseo sea escuchado y realizado, como una auténtica mujer de plegaria.
A Jesús le gusta que la mujer tenga claro su deseo, por eso la última frase que le dirige es muy significativa: “Que se haga tal y como tu quieres” (Mt 15,28). Jesús no puede continuar parado delante de una confianza que expresa con apasionamiento. La mujer ha sido capaz de sorprender Jesús y de moverlo como una nueva visión de su propia consistencia mesáica como salvador de todo el mundo.
El deseo de esta mujer ha roto diferentes barreras. Con la única preocupación de satisfacer su anhelo íntimo, ha conseguido que un judío se dirija a una mujer, y cananea; ha conseguido que los discípulos sean testimonios de una cura que no entraba en sus planes; ha conseguido que el Maestro de Israel se de por vencido y se replantee su propia consciencia misionera. La catequesis está clara: a Jesús no se le gana con reacciones estereotipadas o preestablecidas, sino con la fuerza y el empuje que nacen de la intimidad del corazón. Quien sabe que Jesús satisface todos los deseos del ser humano, se enfrenta a ellos, los verbaliza en voz alta e insiste en su plegaria.