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El debate entre Ciencia y Teología en la Iglesia de los siglos XVI-XVII-XVIII

El propasado 3 de noviembre, en la Escola de Teologia del Maresme, en Mataró, tuvimos la oportunidad de hablar sobre el rico y controvertido debate entre Ciencia y Teología en la Iglesia de los siglos XVI y XVIII, un momento trascendental para la definición de las relaciones entre el pensamiento cristiano y el saber científico en Occidente. Fue entonces que se asentaron las bases de una síntesis plenamente vigente para muchos creyentes hoy en día (también en el mundo de la ciencia), que es la compatibilidad entre un credo religioso personal –con tradiciones cosmológicas propias- y la observación crítica (y empírica) de la realidad natural.

Como sabemos, el mundo medieval y, muy particularmente, Tomás de Aquino, supieron encontrar un complejo pero eficaz equilibrio en la distinción entre una ley natural (dada por la experiencia sensible) y una ley divina (dada por la Revelación y la Tradición), que evidenciaba que, a menudo, ambas leyes o saberes entraban en contradicción. La clave, entonces, residía en la prevalencia, en todo momento, del saber religioso por encima del natural. La Revolución científica, que se inicia en el siglo XVI en Europa, provocará una crisis en este modelo, al menos desde un punto de vista filosófico. No obstante, el mundo cristiano occidental estaba entrando en una de las etapas más fascinantes desde un punto de vista intelectual.

De manera tradicional, se apuntaba a que la Revolución científica arrancó en 1543 cuando un canónigo polaco, Nicolás Copérnico (1473-1453) –un hombre de Iglesia, por tanto-, al final de su vida, entregó a sus discípulos el libro Sobre la revolución de las esferas celestiales, un tratado de cosmología que argumentaba que el Sol, y no la Tierra, era el centro del sistema planetario. Era una afirmación arriesgada porque no sólo la Tradición cristiana interpretaba (siguiendo un análisis convencional de un pasaje del libro de Josué [10: 12-15]) que sólo la Tierra podía ser el centro del Universo y, por tanto, de la Creación; también la Tradición científica griega así lo afirmaba. La herencia judeocristiana, pero también la grecorromana, se unían contra una intuición empírica, basada en las observaciones de los movimientos de los astros, que Copérnico reblaba en su libro con una sugerente pregunta retórica que apelaba a la sabiduría del Creador: “¿Quién pondría esta luz (el Sol) en una posición diferente o mejor que en el centro, desde donde puede iluminar todas las cosas al mismo tiempo?”.

En aquel tiempo, la teoría de Copérnico, ya difunto, circuló en los entornos eclesiásticos recibiendo tanto adhesiones como muchas críticas. En general, la posición era de escepticismo, porque su planteamiento iba en contra no sólo de una cierta interpretación de la Sagrada Escritura, sino también del saber aristotélico. Uno de los primeros grandes críticos de la llamada teoría heliocéntrica fue el reformador alemán Martín Lutero, que tachó a Copérnico de loco.

El libro de Copérnico fue, al principio, tolerado por la Iglesia católica, no sin recibir severas críticas, hasta que ésta resultó una teoría bastante fiable y extendida y, fue entonces, cuando sería anatemizado. Sin embargo, no pasaba de ser esto: una teoría. ¿Cómo se podía demostrar? La aportación fehaciente que el astrónomo polaco tenía razón no llegó hasta el siglo XVII, con las investigaciones del católico Galileo Galilei (1564-1642) y el protestante Johannes Kepler (1571-1630). Los dos astrónomos utilizaron un método puramente científico, basado en la demostración empírica del hecho mediante la observación (en el caso de Kepler, un estudio magistral de las órbitas de los astros del Sistema Solar). Por su lado, Galileo, matemático oficial de la familia Medici, utilizó el telescopio (inventado en el año 1609) para observar los planetas de nuestro sistema –también el Sol, hecho que lo llevaría a la ceguera, ya que no utilizaba ningún filtro para contemplar la estrella-, reconstruyendo los movimientos de los astros y pudiendo dibujar un sistema planetario donde, efectivamente, el Sol y no la Tierra era el astro principal. Lo publicó en diferentes escritos y lo pronunció en diferentes conferencias. Para blindarse, el toscano citaba a Agustín de Hipona, recordando que los textos bíblicos “pueden entrar en conflicto con experiencias evidentes y con las razones filosóficas” (omitía, por tanto, la prevalencia del saber religioso por encima del natural en caso de contradicción). Galileo hablaba con mucha seguridad, recordando que no quería enmendar la tradición cristiana, sino enriquecerla. Sin embargo, el tribunal del Santo Oficio romano, la Inquisición, tomó cartas en el asunto, abriendo un primer proceso en el año 1616. Antes, el eminente jesuita Roberto Bellarmino contactó con un amigo común que tenía con Galileo para advertirlo de la línea que estaba cruzando. Estaba formulando la importante epistemología de Bellarmino: «Os habéis de conformar hablando ex suppositione (en hipótesis) y no de una manera absoluta, como siempre he creído que lo hizo Copérnico. Porque la afirmación “si suponemos que la Tierra se mueve y el Sol está quieto, se pueden explicar todos los fenómenos mejor que con las excéntricas y con los epiciclos”, es razonable, bien dicho y no comporta peligro, y con esto para un matemático ha de ser suficiente. Pero afirmar que “el Sol es realmente el centro del mundo, y solo gira sobre sí mismo, sin desplazarse de Oriente a Occidente, y que la Tierra es el tercer cielo y gira con extraordinaria velocidad entorno el Sol” es una cosa muy peligrosa».

Por tanto, la teoría heliocéntrica se podía utilizar como hipótesis, pero no se podía hacer de ella una categoría absoluta (ni mucho menos a nivel teológico y filosófico). El planteamiento de Bellarmino todavía hoy es una aportación filosófica valiosa. Galileo, no obstante, había empezado a agrietar un muro. Aunque en el proceso de 1616, el astrónomo corrigió algunas de sus afirmaciones, haciendo que la Inquisición no fuera más allá, en 1633 volvió a las mismas ideas con la publicación de su libro Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo, donde se trataba a los defensores del geocentrismo (avalado por las tradiciones judeocristiana y clásica, y por la Iglesia) como ignorantes. Sus antiguos amigos valedores, entre ellos el cardenal Maffeo Barberini, ahora convertido en papa Urbano VIII, no pudieron –o quisieron- hacer nada por él, hecho que llevó a Galileo ante el tribunal del Santo Oficio. El 27 de junio de 1633 Galileo escuchó de rodillas su sentencia en la basílica romana de Santa Maria sopra Mineva: fue condenado por herejía y obligado a abjurar sus ideas científicas. La pena: prisión perpetua, conmutada por un confinamiento domiciliario de por vida (en 1992, el papa Juan Pablo II declararía la nulidad de este juicio, en un símbolo de perdón de Iglesia por sus errores pasados en el conflicto entre Ciencia y Religión). Entonces, en 1633, el Diálogo de Galileo fue prohibido públicamente; años atrás, el libro de Copérnico había pasado a formar parte del Índice de los Libros prohibidos.

Pero el avance de la Ciencia era, en estos momentos, irreversible. Pocas décadas después, en 1637, el físico y matemático – también astrónomo- inglés Isaac Newton (1643-1727) publicaba Principia Mathematica, libro donde se anunciaba la teoría de la gravedad, una ley científica que permitía entender el porqué del funcionamiento del universo y la centralidad del Sol en nuestro sistema. Copérnico dio la idea. Galileo vio “las pruebas”. Newton explicó el porqué, dando las claves del funcionamiento, entendía él, de la Creación (no debemos olvidar que también Newton era un fiel creyente). El círculo se completaba.

En el siglo XVIII, las ideas de Newton, como colofón de la Revolución científica –de la que aquí hemos particularizado el caso fundamental de la revolución cosmológica-, tuvo un gran impacto en toda Europa. También en el mundo católico. De hecho, la propia Iglesia católica, en el contexto de la primera Ilustración, se abrió a revisar su férrea postura en este tema. El papa Benedicto XIV, pontífice entre 1740 y 1758 y teólogo prominente de su generación, levantó la prohibición contra los autores católicos de la Revolución científica, permitiendo que se pudiera enseñar el modelo cosmológico de Copérnico y las obras de Galileo. Se abría, una nueva etapa –el principio de esta– en la relación entre la Ciencia y la Teología cristiana.

ensenyar el model cosmològic de Copèrnic i les obres de Galileu. S’obria, una nova etapa –el principi d’aquesta– en la relació entre la ciència i la teologia cristiana.

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